viernes, 17 de mayo de 2013

Fernando Molina: ¿En qué "huerta" deben sembrar los artistas bolivianos?





    Apartado de los mercados culturales, entregado al veredicto de críticos que sólo reconocen las obras que pueden ser consumidas por mediación suya (es decir, a través de una interpretación erudita o político-ideológica que se halle a su cargo), el arte narrativo boliviano ha tenido hasta ahora muy pocas posibilidades de desarrollo.

    Más que contar una historia, lo que la mayoría de los artistas pretende es afectar las clasificaciones teórico-históricas de los críticos y entonces incurren en proyectos como la primera película boliviana de terror, la primera novela boliviana de ciencia ficción, el primer filme tarijeño o chiquitano, etcétera. Cada vez que vamos al cine u ojeamos una novela nacional podemos presentir esta interlocución casi enfática entre el director o el escritor y un grupo más o menos entrevisto de críticos y periodistas, sus pares, para quienes escriben o filman, y a quienes desean persuadir no tanto con el argumento de su talento -que debería postularse como un valor universal-, sino con su capacidad para trasplantar a Bolivia, y aclimatar en ella, eso que autores y críticos admiran por igual: ciertas tradiciones irreverentes, los estilos de un grupo de grandes escritores o cineastas, lo meta-genérico (las obras que no valen por sí, sino como portavoces de un género determinado), etcétera.

    Así tenemos, en general, un arte que se hace valioso cuando emite la señal de que parece “contemporáneo” e “internacional”, es decir, de que copia bien las vanguardias del día.

    Ésta es la forma particular que tienen nuestras élites culturales de reproducir la actitud de las otras élites nacionales, para las cuales Bolivia es muy poca cosa, por lo que aspiran a otras formas de organización social y a otros estilos de vida, para importarlos y aplicarlos aquí como modelos. Por supuesto, estas importaciones son inevitables, ya que nada nunca puede ser totalmente endógeno; el problema surge cuando se cree que además son panaceas que transformarán radical y vertiginosamente la realidad pequeña y carenciada que nos es propia. Luego eso no ocurre, claro, y entonces se sucede la desilusión: las élites se vuelven a convencer por enésima vez de que el país “no está preparado” para su grandeza; las élites culturales, en particular, confirman que sus componentes son genios incomprendidos.

    No existe un gesto más provinciano que éste: creer que las verdaderas necesidades del entorno, toda vez que son demasiado pedestres para uno, deben dejarse de lado. No hay nada más provinciano que tratar, en cambio, “ser otro”, una búsqueda rastrera que Tamayo ya denunció en un año tan remoto como 1910.

    Un camino diferente es el que emprende Rodrigo Ayala con sus comedias, la última de las cuales, La huerta, se exhibe en este momento en las salas del país. El proyecto de Ayala es diferente a otros porque: a) no reclama un reconocimiento ni una interpretación consagrada de parte de los intelectuales, periodistas y críticos; b) no pretende impactar sobre los pares de su director, es decir, sobre los demás artistas bolivianos, mediante la aplicación de algún paradigma externo admirado por todos; c) no quiere negar, maquillar o sofisticar la realidad nacional que a las élites les resulta, como hemos dicho, chocante e incluso intolerable. Todo esto requiere coraje e independencia, y Ayala ha tenido que pagar un alto precio por esto.

    Las películas de Ayala son particularmente irritantes para los esquemas provincianos sobre el cine porque no pretende hacer un cine “con mensaje”, de “autor”, es decir, diseñado para triunfar en los certámenes internacionales y dar las espaldas al público real. Tampoco son películas puramente comerciales, porque las condiciones bolivianas no permiten competir desde ese punto de vista, y no tendría sentido para el director o su equipo de producción el intentarlo. Este proyecto requiere de una combinación de conocimiento del público y talento artístico.

    La función básica del arte es narrar tanto el referente (la cosa filmada) como la subjetividad del autor. Sólo cuando esta función se da plenamente es posible que se produzcan elaboraciones y/o alteraciones vanguardistas (simbolismo, expresionismo, etcétera). En La huerta es donde Ayala mejor cumple con ella, como ya han señalado los buenos críticos que tenemos, es decir, los que se resisten a entrar en el “juego de consagración” de las élites culturales que se describe más arriba.

    Sólo proyectos como el de Ayala permitirán que algún momento el cine contemporáneo llegue a contar, con una nitidez que no se ha logrado más que en raras ocasiones (pienso especialmente en Chuquiago y en Mi socio), una historia “propia”, lo que no quiere decir “boliviana”, sino verdaderamente sentida y pensada por un autor boliviano, en tanto boliviano. A ser un cine “auténtico” y “genuino”, si se me permiten estas peligrosas expresiones, que por supuesto no deben entenderse en un sentido costumbrista.

    Ésta es la “huerta” en la que los nuevos artistas tendrían que sembrar sus legumbres. Para lo cual deberían tomar de Ayala, para seguir la metáfora, el azadón del desprejuicio respecto de las convenciones y los tabúes del cine boliviano de curso corriente. (Página Siete)

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