domingo, 12 de mayo de 2013

La Huerta: una narrativa del rumor (Mauricio Souza)





Uno: Los ocho o nueve miembros de una familia se amontonan en una cama inmensa, frente al televisor. Se distraen -durante un corte publicitario- contando un largo chisme, tan o más complicado que el que, seguramente, narra la telenovela que esperan.

Dos: Así se abre La huerta, la nueva película de Rodrigo Ayala. Muy poco después aparece el cadáver de Beto, uno de los que habíamos visto al principio escuchando chismes y viendo tele. El resto de la película girará en torno al develamiento de este crimen “intrafamiliar”. Llegan los inspectores de la Policía, interrogan a varios y son esos interrogatorios -en tanto pretexto o anclaje narrativo- los que conducen lentamente a la construcción de otra cosa: la historia de cada personaje, de sus relaciones, de sus miserias, de sus errores. El relato va y viene, pues lo suyo es tramar una red de indicios: se amontonan anécdotas, disputas, fiestas, infidelidades, líos de plata, chistes, engaños, seducciones. Empezamos a sospechar que Beto, la víctima, acaso lo sea porque cometía una suerte de imprudencia sistemática, que también es un hilo de la narrativa: como nosotros, los espectadores, se metía en todo, espiaba a todos, pensaba lo que no había que pensar.

Tres: La huerta busca, con indudable claridad narrativa, reproducir los vaivenes no lineales del rumor en una sociedad oral. Como en esos árboles del huerto, una rama conduce a la otra: por eso tal vez la película ensaya -en su estructura- el encadenado digresivo de lo que sus personajes cuentan o inventan, revelan o esconden al ser interrogados. Es como si la palabra maledicente y el sexo fueran las únicas maneras de intersubjetividad, de circulación, posibles en este grupo social. No en vano, en el que es el mejor gesto de humor de la película, Verónica -la cabeza de familia- sólo se excita sexualmente si, al mismo tiempo, le susurran chismes al oído.

Cuatro: Ayala vuelve en esta película a la idea que había impulsado sus dos anteriores: probar un modelo genérico en tanto mecanismo de descripción social. Cierra así una trilogía en la que Día de boda (2008) e Historias de vino, singani y alcoba (2009) fueron los otros capítulos. Hay algo común en todas estas películas: el director persigue trazar enredos, construir confusiones, tramar trampas en torno a un repertorio de personajes más bien abundante y siempre móvil. Porque éste, en parte, es un tipo de comedia que exige el desplazamiento, el “fuera de lugar”, la confusión espacial de sus personajes que, paradójicamente, nunca salen de los mismos espacios, sobre todo del asfixiante escenario endogámico de Ayala , a la vez, quiere dar cuenta de un universo cultural específico: la Tarija algo provincial de la clase media-alta, conformada con frecuencia por políticos (cuando no pedían asilo en otros países), “profesionales” y “buenas familias” venidas a menos.

Cinco: El de Ayala ha sido, en suma, el proyecto de aclimatar como comentario social las pautas de modelos clásicos de la comedia (screwball, negra, “a la italiana”, etcétera). De estas variantes del género “ligero” retoma algunos ingredientes: el uso de tipos (siempre cercanos al estereotipo), su desconfianza de los silencios y momentos muertos (pues es comedia que rehúye la inactividad o contemplación) y su utilización de los rituales del cortejo, del chisme y de la esperanza del matrimonio como motores narrativos.

Seis: De los dos anteriores capítulos de la trilogía, el que mejor funciona es el segundo, lo que ya habla, sin duda, de un aprendizaje. Aunque correcto ejercicio de género, en Día de boda terminan dominando aquellas que no sino las limitaciones del ejercicio y su producción (actores no profesionales, de trabajo desparejo; música algo obvia). Además, aunque no carezca de buenos momentos, su guión se distrae en los desplazamientos (del raptado padre de la novia) y, al final, se apura demasiado al cerrar sus asuntos. Historias de vino, singani y alcoba -además del tenue hilo conductor anunciado por el título- ofrece una serie de viñetas independientes en torno a lo que es la antropología de una clase, retratada a partir de sus rituales de apareamiento. De estas historias, unas funcionan mejor que otras, según este criterio: son mejores aquellas en las que Ayala no decide atar todos los cabos o trazar una moraleja demasiado explícita.

Siete: Es precisamente ese afán de claridad, de transparencia narrativa, el que explica aquello que en La huerta no funciona del todo. Con una narración enrevesada entre las manos, Ayala a veces siente la necesidad de aclarar casi pedagógicamente las conexiones y detalles que está tratando de enlazar. Algunos relatos en off resultan por eso innecesarios (relatos en los que se nos cuenta esto y aquello de los personajes) y, a ratos, el interrogatorio de los policías es demasiado explícito (sus preguntas parecen dirigidas más a nosotros que a los personajes que están siendo interrogados). Este afán de claridad -que, me imagino, es deliberado- también conduce a un uso un tanto tradicional del plano/contraplano de los personajes dialogando o reaccionando a lo que los otros dicen: tal vez Ayala no debería acercarse tanto. (Pienso por ejemplo en una serie de miradas en la mesa familiar, que se hubiera beneficiado de cierta distancia de la cámara: ésta quizá debería haberse comportado como Beto, es decir, como fisgona).

Ocho: En general, las películas de Ayala rondan un mismo modo o exploran un mismo mecanismo (ya presente en el género): la distancia entre aquello que se dice y lo que se hace. Esta distancia no es sino la que una clásica definición llama ideología: decimos hacer algo mientras hacemos otra cosa. En el caso de sus películas, esa distancia tiene que ver con el discurso patriarcal de bar (y sus groseras exageraciones), la simple realidad (o banalidad) de las transacciones amorosas-sexuales, o el hecho de que la clase descrita en sus películas no tenga mucho que decir salvo hablar de las desgracias del prójimo mientras disimula las propias. En esto, La huerta -que es la mejor película de Ayala- introduce una variación: no se concentra tanto en la distancia que separa lo que los personajes dicen de lo que hacen (aunque algo de esa hipocresía hay), sino en el hecho de que sus personajes lo único que hacen es decir cosas, enredarse o excitarse con palabras. El rumor, el chisme, el cuento son, acaso, su única aspiración.

Y medio: Obviamente, reclamarle a esta trilogía de películas que no sean algo que no pretenden ser es un gesto crítico no sólo narcisista sino inútil. Porque son comedias; son y quieren ser legibles; suponen enredos y tipos (y, en todo esto, no se diferencian de algunos clásicos del cine boliviano: Mi socio, por ejemplo). Pero, a la vez y sobre todo, son retratos -hechos de pequeñas observaciones y detalles- de una clase y de una cultura regional. (Página Siete)

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